HISTORIA. PRECIOS CUIDADOS, DE RIVADAVIA A ROSAS
En la década de 1820 la provincia de Buenos Aires
sufrió una fuerte escasez de carne y pan, estableciéndose precios
máximos como forma de detener la especulación y el encarecimiento de los
alimentos de consumo popular. Una medida que implementaron, entre
otros, Bernardino Rivadavia, Manuel Dorrego y Juan Manuel de Rosas.
Por Antonio F. Galarza *
A
principios de la década de 1820, en la recientemente formada provincia
de Buenos Aires, el crecimiento de la producción ganadera comenzó a
acelerarse, al ritmo de la demanda de ávidos mercados externos. El
impacto sobre el consumo local de carne y pan –cuyos precios se hallaban
en alza al menos desde 1817– se hizo sentir rápidamente, poniendo sobre
el tapete un problema repetido en la historia de la región: una latente
tensión social por una demanda externa de cueros y carnes saladas que
presionaba sobre los precios de los alimentos consumidos por la
población local.
Desde épocas coloniales el consumo de carne y
pan había intentado ser protegido, con suerte variada, por el Cabildo de
Buenos Aires a través de “tablas de aranceles”. Pero la gravedad de la
situación a mediados de los años veinte –tiempos de la primera
experiencia presidencial, con Rivadavia a la cabeza (1826-1827) y en
medio de la guerra con el imperio del Brasil– se tradujo en un escenario
hasta entonces impensado en la próspera economía bonaerense: por
primera vez se produjo una fuerte escasez de pan y carne, con el
consecuente aumento de precios.
El desabastecimiento porteño no
era huérfano. El recurso a la emisión monetaria sin respaldo para
solventar gastos bélicos por parte del gobierno de Rivadavia llevó a una
fuerte depreciación de la moneda. El mercado de la carne se vio
fuertemente afectado: en un contexto donde la faena de vacunos para
exportar sus cueros o su carne salada parecía rendir mejores dividendos
que vender reses para el abasto, los abastecedores –intermediarios– de
carne de la ciudad y de los pueblos de la campaña redujeron las
introducciones de ganado a los mercados, lo que resultó en la escasez de
alimentos y la suba de precios. El problema se vinculaba directamente
con la cuestión de hacia dónde se orientaría la producción ganadera de
la novel provincia: si se priorizaba la demanda de carne local, o si la
campaña se moldeaba a imagen y semejanza de las necesidades del comercio
exterior, que arrojaba mayores beneficios.
Las autoridades
respondieron con la implementación de precios límite, a fin de mantener
el costo de los alimentos dentro de parámetros accesibles para la
población. Sin embargo, inmerso en un escenario que prometía disturbios
sociales por la falta de bienes de consumo cotidiano, Rivadavia
finalmente cedió a las presiones especulativas y decretó la libertad de
precios, que comenzaría a regir a partir del 1º de enero de 1828. La
medida no llegó a implementarse: deteriorado por la guerra con el
Brasil, el presidente renunció y se restableció la figura del gobernador
de Buenos Aires, cargo que tras las elecciones de agosto de 1827 obtuvo
Manuel Dorrego. El “padre de los pobres” reimplantó por decreto los
precios límite, dejando en claro que la problemática situación era en
buena medida alentada por la especulación, tal como lo sostuvo en 1828
su ministro de Gobierno, Juan Ramón Balcarce “las personas dedicadas a
la matanza de ganados para el abasto del pueblo continúan en hacer una
resistencia tenaz, con todos los visos de complotada, para proveer el
mercado del ganado necesario al consumo”. La solución requirió, además,
la revisión semestral de los aranceles y el compromiso de ingresos
mínimos de ganado a los mercados, labor encomendada a una comisión
integrada por representantes del gobierno, comercializadores y
productores.
Más allá de los cambios de gobierno, hasta 1852 los
precios límite se mantuvieron como la principal herramienta para evitar
la suba del costo de los alimentos. En 1835 Juan Manuel de Rosas
justificaba la continuidad de la regulación de precios, dado que “en el
comercio de compra y venta de dichos artículos no hay –ni puede haber–
esa igual libertad en los consumidores y los abastecedores que fija el
justo precio de las cosas: estando aquellos obligados por necesidad a
comprarlos a cualquier precio que se les pida, por exorbitante que sea, y
pudiendo éstos dejar de venderlos toda vez que no se les dé el que
pidan arbitrariamente...”.´
Lo sucedido durante aquellas décadas
muestra que el control de precios sólo se tornó efectivo cuando fue
acompañado de una fuerte decisión gubernamental por hacer respetar los
acuerdos de aranceles y de cantidades mínimas a suministrar, lo que
implicaba controles cotidianos, así como negociaciones recurrentes con
las partes involucradas. En contrapartida, cuando se limitaron a ser
sólo una normativa en el papel, el mecanismo devino en fracaso. Lejos de
ser una consecuencia “natural” del mercado, la escasez de alimentos
resultaba de acciones deliberadas de sectores que presionaban por el
alza de precios, tal como lo había señalado Manuel Dorrego: “Las causas
son atribuibles en parte a agentes naturales y en parte son
artificiales, y producidas por abusos que el celo de la autoridad puede y
está obligado a remover...”.
* Investigador del Conicet y docente de la Universidad Nacional de Mar del Plata.
Fuente:SUuplemento CASH -Pagina/12
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